Un panorama desalentador

Desde hace ya algún tiempo, es típica y cotidiana la actividad de mirar a nuestro alrededor y suspirar por la situación en la que se encuentra el mundo. No hace falta ajustarse las gafas o forzar la vista, el mundo cambia. Quizás a una velocidad tardía e incomprensible, quizás con una rapidez desmesurada y desestabilizante, pero, para bien o para mal, cambia. Después de soportar un siglo de contrastes e incongruencias, es misión del siglo XXI alivianar y responder a las expectativas decimonónicas que el siglo pasado no supo cumplir. Si bien dejó un legado de avances y maravillas político-sociales, dejó también la cruda demostración del envilecimiento moral de los hombres tanto fuera como dentro de las leyes democráticas. Es visible a través de los años y la memoria, casos donde motivos de alegría para viejos nostálgicos (instauración de la democracia) se convierte en el potro de tortura para los coetáneos (genocidio sistemático al abrigo de la legalidad), donde puede verse que el sistema creado, en muchos casos, no es tan digno o justo como podía pensarse.

Hemos llegado a un punto que, a causa del conformismo y la comodidad que puede suponer la sensación de seguridad en la democracia y el reconocimiento de derechos, no somos conscientes de la fragilidad y la inmadurez real de nuestro sustento político, es relativamente joven y le faltan galones por ganar. Actualmente vivimos en una situación de “perplejismo” político-social, no somos conscientes de que tanto nuestro bienestar como aquello que el Estado nos garantiza, es fruto de los sueños de muchas personas a lo largo de la Historia, tanto en la práctica como sobre el papel, pero sin embargo, a ese fruto le faltan décadas por soportar, situaciones extremas que solucionar y superar una serie de ideologías beligerantes que coartan el logro de una paz real. Es, como ya hemos dicho, relativamente joven, ya que podría decirse que, es ahora, y supuestamente, gracias a cada nueva ley, el mejor momento de la Historia en cuanto a la libertad de las personas, su dignidad y los derechos que gozamos. Todo lo que se hace ahora está destinado a reforzar la democracia, entendiéndose que el fortalecimiento de la democracia, la libertad de expresión y el pluralismo político va ligado a la defensa de la dignidad humana. En la teoría, claro, ya que, precisamente a causa de la libertad de expresión y el pluralismo político, la dignidad humana se ve mermada por ser éstos altavoz y pantalla de ideas aberrantes que, lastimosamente, tienen cabida en el “todo vale” político y social que nos ha tocado vivir.

En Occidente estamos completamente convencidos de que la democracia es el sistema político idóneo, hasta tal punto que el mundo islámico, completamente cerrado en tradiciones y costumbres, nos emula en sus recientes luchas por derechos democráticos, con mucha razón, pero sin organización ni consenso más allá de lograr el cambio político, salvajadas tiranicidas aparte. La democracia supone un canto de sirena para toda sociedad moderna, una buena forma de debatir ideas y comerciar con principios, pero el problema llega cuando lo inmoral y lo reprobable, que encuentra paso por la puerta de la libertad de expresión y el pluralismo, forma parte de lo dominante, lo deseado y por tanto, lo electoralmente legitimado. De este modo, no hay peor dictadura que la maquillada con tintes democráticos, frente a lo cual solo cabe el inconformismo y la determinación, aderezados con el convencimiento de los principios ético-morales. Joaquim Fest repitió en muchas ocasiones una frase del Evangelio de Mateo, “etiam si omnes, ego non” (“Aunque los demás participen, yo no”), como recordatorio de la defensa de lo correcto aún cuando las autoridades, con toda su fuerza y poder de persuasión, incitan a actuar de forma contraria. Si bien Fest dedicada estas palabras a la falta de libertad en una dictadura, también podrían decirse hoy en día, cuando no solo tenemos toda la libertad, sino un exceso de crueldad y sinsentido en el uso de esa libertad, una libertad viciada y completamente prostituida a ideologías fáciles y seductoras.


Con la separación Iglesia-Estado, lo público pretende desprenderse de lo cristiano, aún cuando oye voces en contra, pretende lapidar la moral y crear unas reglas mal llamadas “progresistas” que, supuestamente, supondrán el progreso y la modernización de la sociedad. Un hipotético progreso cuyos cimientos serán, por lo visto, fetos sin vida, cruces retiradas, más mezquitas y una incoherente intolerancia hacia quienes tratan de vivir según sus principios. Este, nos parece que es un problema principal en España, y quizás en gran parte de Europa. Además de las imperfecciones varias de la política española, trajes y gasolineras aparte, existe la tendencia regresivamente llamada “progresista” de ocultar lo propio, lo tradicional y digámoslo, lo cristiano. Pretende desprenderse de lo que, por cuestiones históricas, odia y aborrece, por caer en el error de ver lo moral y la fe católica como un elemento político que permanece anacrónica y “distópicamente” en la vida diaria de la sociedad. De este modo, se persigue atraer lo exterior, y muchas veces lo antitradicional, dándole el nombre de multiculturalismo, erróneo siempre y cuando no se potencie y respete por igual las tradiciones previas, cuyo máximo exponente es el respeto por el sentimiento histórico primordialmente cristiano.

Un país debe ser solidario y abierto, si interpretamos que las culturas se enriquecen unas a otras. No obstante, no es el caso cuando se nos presenta un panorama desalentador, en el que los nacionales rehúyen de su religión, no la viven o simplemente la inmolan, interna o externamente. Europa, y especialmente España, vive en la tendencia de menospreciar el cristianismo por hacer hueco a lo que creen correcto a nivel político y de tolerancia, y es un problema, cuando de forma paralela se nos presenta un aumento demográfico desmesurado de la población islámica, población que, generación a generación adquiere la nacionalidad española y que profesa una fe, que a día de hoy, en muchos supuestos puede considerarse completamente contraria a la dignidad de la persona (respeto primordial a la sharia frente a la legislación española y cuestión de la dignidad de la mujer). En conclusión, Europa y muy especialmente España, afronta un problema de pérdida de identidad, pérdida perseguida políticamente y manipulada, donde la tradición cristiana (o simplemente moral) se pretende erradicar, con la bandera del multiculturalismo, el “progresismo” y la tolerancia.


Carlos de Domingo Soler y Aarón Mejías Purriños

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